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sábado, 12 de marzo de 2016

SILENCIO DE JESUCRISTO EN PRESENCIA DE SUS JUECES (2ª Parte)




   Pilatos le dijo sorprendido: ¡Vos calláis! ¿No sabéis que yo tengo poder para crucificaros y para absolveros? No podía imaginarse cómo un hombre, de cuya vida era árbitro, le respetase tan poco, o le fuese tan indiferente la muerte, para no responderle. Por un sentimiento de piedad hacia este juez cobarde que iba a perderse delante de Dios, Jesús le dijo aquellas palabras que fueron las últimas y que debían abrirle los ojos: Ningún poder tuvieras sobre mí, si no se os hubiese dado de lo alto. Y por esto el que a vos me ha entregado, es más culpable que vos mismo. 

Vos me juzgáis inocente, y por intereses humanos vais a condenarme a muerte, no sabiendo de otra parte quién soy. En esto sois culpable, pero no tanto como aquellos que por una maligna envidia me han puesto en vuestras manos, habiéndose voluntariamente cegado para desconocerme. En cuanto al poder que sobre mí tenéis, os ha sido dado de lo alto, y no sois libre de usar de él a vuestro antojo. ¡Qué impresión no debía hacer en Pilatos esta firmeza, esta dignidad más que humana, esta indiferencia para la vida, y este desprecio de un suplicio tan cruel como infame! Buscó pues de nuevo cómo salvar a Jesús. Mas no supo resistir a esta amenaza de los judíos: Si nos lo devolvéis, no sois amigo del César; cualquiera que se alza por rey, va contra el derecho del César. No tenemos más rey que el César.


   En mil ocasiones los verdaderos discípulos de Jesús han tenido y tienen cada día que combatir contra la política humana. Dios concede entonces la fuerza y la sabiduría a los que le son fieles, y que están dispuestos a sacrificarlo todo en defensa de la verdad. Los mártires son una prueba de ello. En calidad de cristianos, no han creído hacer más que cumplir con su deber, inmolándose como su maestro a los últimos suplicios antes de hacer traición a su fe. Sus discursos, que les inspiraba el Espíritu Santo, y aún más su invencible intrepidez, confundía a los jueces, los cuales convencidos de su inocencia, les condenaban la mayor parte por un cobarde respeto a los edictos de los emperadores, y por culpables condescendencias con el pueblo. 

Desde que se estableció el cristianismo, ¡de cuántas injusticias públicas, de cuántas secretas infidelidades, de cuántas resistencias a la gracia no ha sido causa el desdichado respeto humano! ¡Cuántas almas no ha perdido! ¡Cuántos buenos deseos, cuántas santas resoluciones no ha hecho abortar! Si no siempre daña a la salud, es rarísima la vez que no perjudica a la perfección.  En el claustro así como en el siglo es el mayor enemigo que tienen que combatir las almas que a ella son llamadas. Ocultemos nuestra virtud y nuestras buenas obras a los ojos de los hombres, no hagamos el bien con el objeto de que nos lo vean hacer, este es el precepto del Evangelio. 

Mas no sea que el deseo de agradarles, o el temor de disgustarles, nos estorbe jamás de lo que el deber exige de nosotros, o de lo que la gracia nos inspira. Marchemos con la frente alzada, declarémonos cuando sea necesario, jamás hagamos traición a la causa de Dios. Nada es más glorioso para Él, nada le complace tanto como el ver que su interés es en nuestro espíritu sobre todo lo demás, hasta en los objetos más minuciosos, pues en estos es más difícil vencer el respeto humano, porque no nos vemos sostenidos por aquellos grandes motivos que dan valor en las ocasiones importantes.