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lunes, 10 de abril de 2017

EL MARTIRIO DE ANACLETO GONZÁLEZ FLORES


El Lic. Anacleto Gonzalez Flores nació en Tepatitlán, Jalisco, un pueblito muy cercano a Guadalajara, el 13 de julio de 1888. Luego de pasar cinco años en el Seminario de San Juan de los Lagos, decidió que su vocación no sería el altar, al menos el altar para perpetuar el sacrificio. Luego de partido del seminario no dejó que los años de preparación pasasen en vano y aprovechó la formación humanística para convertirse en abogado; los años posteriores lo verán en diversas facetas: catequista, profesor de literatura, periodista, escritor, político, dirigente gremial, etc. Fue, sin duda, en su faceta de orador donde mayormente se destacó, siendo un apasionado y cultor del verbo oral.
En 1925 y ya comenzados los conflictos, se trasladó a Guadalajara y asumió la jefatura de la «U» (Unión Popular) al mismo que la de la A.C.J.M. y la Liga.
Como dirigente católico dejó una impronta única en las filas de los jalicienses, improntas que se vieron reflejadas por escrito en la revista Gladium que dirigía y que le valieron el ser condecorado por el Papa Benedicto XV con la Cruz Pro Ecclesia et Pontifice.
Fue uno de los principales organizadores del boicot contra el gobierno que llegó a casi paralizar Guadalajara y, siendo partidario inicialmente de la lucha pacífica, algunos quisieron ver en él la figura de un «Gandhi mexicano». Nada más lejos de esto; su lucha pacífica era el inicio del alzamiento y Anacleto no hacía otra cosa que seguir los pasos legítimos para la lucha contra la opresión gubernamental: de la lucha pacífica a la lucha armada (de hecho cuando debió portar armas, lo hizo sin escrúpulos).
Ya durante el conflicto armado se lo nombró Primer Jefe Civil de Jalisco, lo que hacía de él un blanco apetecible para la policía. No es este el lugar para hacer el panegírico de González Flores[1], pero no dudamos en decir que fue el alma del levantamiento cristero en el estado de Jalisco. Llegados los tiempos más difíciles, debió ocultarse de casa en casa, hasta que tocó el turno del hogar de los hermanos Jorge y Ramón Vargas González. Allí se encontraba también Luis Padilla Gómez, otro de sus camaradas[2].
A las tres de la mañana del 1º de abril de 1927 los soldados callistas rodearon la vivienda de la calle Mezquitán 405, saltando por los techos la policía secreta mientras que otros llamaban a la puerta, la allanaron y aprehendieron a los cuatro citados, conduciéndolos al «Cuartel Colorado» donde serían victimados.
Dejemos la palabra a uno de sus mejores biógrafos:

Llegados los varones a destino, comenzó enseguida el interrogatorio. Lo que buscaban era que Anacleto reconociera su lugar en la lucha cristera y denunciase a los que integraban el movimiento armado en Jalisco; asimismo que revelase el lugar donde se ocultaba el obispo Orozco y Jiménez (…). Reconoció, pues, totalmente su papel en el movimiento desde la ciudad, pero nada dijo de sus camaradas ni del paradero del prelado (…).
Dinos, fanático miserable, ¿en dónde se oculta Orozco y Jiménez?
No lo sé.
La cuchilla destrozaba aquellos pies. Como dice Gómez Robledo, «el hombre que ha vivido por la palabra va a morir por el silencio».
Dinos, ¿quiénes son los jefes de esa maldita Liga que pretende derribar a nuestro jefe y señor el General Calles?
No existe más que un solo Señor de cielos y tierra. Ignoro lo que me preguntan (…).
Tras descolgarlo, le asestaron un poderoso culatazo en el hombro. Con la boca chorreando sangre por los golpes, comenzó a exhortarlos con aquella elocuencia suya, tan vibrante y apasionada (…). Se suspendieron las torturas. Simulóse entonces un «consejo de guerra sumarísimo», que condenó a los prisioneros a la pena de muerte (…)[3].


Al oír la sentencia, Anacleto respondió con estas recias palabras:

«Una sola cosa diré; y es: que he trabajado con todo desinterés por defender la causa de Jesucristo y de su Iglesia. Vosotros me mataréis, pero sabed que conmigo no morirá la causa (…)».
La soldadesca separó a Florencio Vargas González del número de sentenciados, por creer, erróneamente, que aún no cumplía la mayoría de edad.
Anacleto sangraba abundantemente y el general ordenó que se le formase el cuadro de ejecución, pero éste pidió que se fusilase primero a los hermanos Vargas y a Luis Padilla para poder confortarlos hasta el último momento.
Dominando sus dolores físicos exhortó a sus hermanos de martirio a sufrir con entereza su liberación eterna, y como Luis le hiciese saber su deseo de confesarse, Anacleto le respondió:
No hermano, ya no es tiempo de confesarse, sino de pedir perdón y perdonar. Es un Padre, y no un Juez, el que te espera. Tu misma sangre te purificará.
Los cuatro rezaron, en voz alta, el acto de contrición.
No bien hubieron terminado de hacerlo, Jorge y Ramón Vargas González fueron fusilados (…)[4].

Las palabras de Anacleto al momento de su muerte fueron ampliamente conocidas y fortalecieron el ánimo de quienes estaban en la lucha:

«General, perdono a usted de corazón; muy pronto nos veremos ante el tribunal divino; el mismo Juez que me va a juzgar, será su Juez, y entonces tendrá usted en mí, un intercesor con Dios (…). Vosotros me mataréis, pero sabed que conmigo no morirá la causa. Muchos están detrás de mí dispuestos a defenderla hasta el martirio. Me voy, pero con la seguridad de que veré pronto, desde el Cielo, el triunfo de la Religión y de mi Patria… Por segunda vez oigan las Américas este santo grito: ¡Yo muero, pero Dios no muere!¡Viva Cristo Rey!»[5].
Padre Javier Olivera Ravasi
¡¡¡¡Y que viva Cristo Rey!!!